En el siglo XIII el Imperio Mongol dominaba en la mayor parte de Asia bajo las órdenes de Kublai Khan, nieto de mítico Gengis Khan.. ¿Y a mi qué? Ya lo verás mozé... El caso es que en su inmensa burocracia fue medrando un tal Ahmad, que llegó a mandar en el cotarro financiero y a tener más poder real que el propio Kublai; era el vicepresidente de facto. Se dedicó a crear innumerables empresas públicas, que no se llamaban Sodemasa, Sirasa ni nada que acabara en asa o aramon, no era la moda. Mandaba por ejemplo la Oficina para la Adquisión Armoniosa, la Oficina para la Administración Regulada o la Oficina para Regular los Gastos Estatales, y otras que habrían hecho las delicias de Max Weber y su concepto de racionalidad burocrática.
A diferencia de otros vicepresidentes, Ahmad tenía debilidad - además de por los dineros -, por las mujeres. Así, cuando localizaba una buena moza, se la cambiaba al padre o marido por un sustancioso cargo en cualquiera de las empresas públicas que iba creando, yo qué sé... encargado del proyecto olímpico mongol, presidente de yegualand, o bien gobernador, director general de medio natural chino, asabelo.
Al final le traicionó su avaricia, lo mataron, se hizo justicia (una cosa después de la otra, por cierto), y se echó de sus puestos en una primera limpia a 714 cargos gubernamentales del estilo de los que hemos nombrado. Vamos, que casi se lleva por delante, él solo, al imperio mongol. Así es la historia de desagradecida con los promotores de la sociedad civil.
La pregunta final que nos asalta es evidente: ¿Y aquí, cuánto tiempo nos costará librarnos de Ahmad?
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